El coronel Flagstaff, un hombre alto y musculoso de unos cuarenta años, de marcada barbilla y con la apariencia endurecida de una persona que ha visto demasiadas muertes, entró caminando en la morgue una tormentosa noche de agosto. Un relámpago iluminó la la ventana del sótano de un amarillo brillante, un contraste radical con el resplandor mortecino de las luces fluorescentes de la estancia. Ante sus ojos se presentaba, como muchas veces antes de ese día, una escena de sangre y muerte.

Flagstaff había visto interrumpida su cena por la llamada telefónica de un inspector llamado Ronald Jenkins, su contacto con la BFPD en su guerra interminable contra los zombies.

-Ha habido un incidente -le dijo Jenkins-. Tal vez quieras venir a la morgue tan pronto como puedas. Te veré ahí.

El lugar ya estaba atestado de policías cuando llegó, y un cadáver ensangrentado yacía en un rincón. Le faltaba la mitad del rostro. Flagstaff evaluó la situación: una camilla cubierta de sangre, más sangre en un charco del suelo bajo la camilla, y un rastro que llevaba hasta el cuerpo.

-Coronel -le dijo Jenkins a modo de saludo cuando el agente hizo acto de presencia, señalándole el cadáver y haciendo que los policías se alejaran para que el coronel pudiera echar un vistazo desde cerca. La víctima era un varón adulto con sobrepeso, de unos treinta o cuarenta años. No era fácil determinar su edad, con la mayor parte del rostro desaparecido, y lo que quedaba de la cara parecía más una hamburguesa recién salida de la trituradora que nada remotamente humano.

Lo extraño era que la víctima tenía los pantalones y los calzoncillos bajados hasta los tobillos. Eso no se ajustaba al perfil.

-¿Quién es el muerto? -le preguntó Flagstaff al inspector.

-El ayudante del forense -respondió Jenkins-. Se llama Johnson. O se llamaba.

Flagstaff asintió sombríamente. -¿Y el atacante?

-Una chica. -El inspector echó una ojeada al cuaderno que tenía en la mano-. Jessica Malbury, de nueve años de edad.

-Joder, ¿nueve años? -Flagstaff no pudo evitar sentir esto como algo un poco personal; después de todo, su hija pequeña tenía también nueve años-. ¿Alguna idea acerca de cómo ha pillado la infección?

El inspector sacudió la cabeza apesadumbrado. -No. el informe de admisión dice que no tenía heridas visibles. Llevaba muerta un par de horas, así que se había asumido que la muerte se había producido por causas naturales, y la trajeron aquí para realizarle la autopsia. Ese es nuestro protocolo habitual.

Flagstaff asintió. Era plenamente consciente de cuál era el protocolo habitual. -Bueno, alguien la ha tenido que infectar. Debemos tener un caminante por ahí fuera del que no sabemos nada.

-Sí -dijo Jenkins-. Ahora tenemos dos.

Flagstaff volvió a asentir, sombrío. -¿Tienes idea de por qué tiene los pantalones por los tobillos? -preguntó, apuntando en dirección a las piernas desnudas del muerto-. Eso es algo nuevo para mí.

Jenkins no dijo nada, pero asintió en dirección a un tubo de lubricante sexual tirado en el suelo, junto a la camilla. El coronel no se había fijado en él durante su primera inspección visual. Debo de estar haciéndome viejo, pensó. Debería haberlo visto, a la primera.

-¿O sea que me estás diciendo... -comenzó el coronel, haciendo una pausa mientras le daba vueltas al significado del tubo de lubricante sexual-, que este hijo de puta se estaba follando a una niña de nueve años muerta?

Jenkins asintió y sacudió la cabeza, casi a la vez. -Eso creo.

-Y ella se reanimó en mitad del acto y le arrancó la cara a mordiscos.

-Las evidencias apuntan a eso -dijo el inspector.

-Dios santo. Es como justicia divina o algo así.

-O justicia infernal.

-Y ahora tenemos a una reanimada de nueve años, que no tiene heridas visibles, vagando por las calles.

-Sí.

Flagstaff miró largamente al hombre muerto con los pantalones por los tobillos. -Es como Sodoma y Gomorra, ¿sabes? Los pecados de la gente que provocan la ira de Dios.

Jenkins no dijo nada, limitándose tan solo a contemplar al muerto con cara de hamburguesa.

-Será mejor que lo atéis antes de que se reanime -le dijo Flagstaff al inspector-. ¿Tenemos fotos de ella? Necesitamos mil carteles y un equipo que los pegue por toda la ciudad. Consígueme algunas fotos y haré que mi gente se ponga a ello enseguida.

-Dalo por hecho -dijo Jenkins. Ladró unas órdenes a los uniformes, que comenzaron a atar con cuerdas las piernas y brazos del muerto.

-Supongo que alguien identificará el cadáver antes de que lo ordenes quemar, ¿no?

-Su esposa viene ya de camino.

-Súbele los pantalones antes de que llegue. No le hace falta saber lo que estaba haciendo su marido cuando se comieron su cara.





Boris Mikelincoff, estibador en paro y conductor de Uber a tiempo parcial, salió tambaleándose del bar Rock Island sobre la una de la mañana. Tuvo que agarrarse a una farola para no caer al suelo, y parpadear varias veces deslumbrado por las luces de una docena de camiones de la guardia nacional que se detuvieron a su lado y descargaron a cientos de soldados. Uno de ellos corrió hacia él y le entregó un trozo de papel.

-Alerta zombie -le dijo el soldado-. Ándese con ojo, ¿de acuerdo?

Boris asintió, su mente nublada por demasiados chupitos de whisky para llegar a captar del todo el apremio en la voz del soldado.

-¿Está borracho, amigo? -le preguntó el soldado-. Tome un taxi o algo. No pasee esta noche por las calles. Las cosas están feas.

El soldado se alejó, y Boris se metió la alerta en el bolsillo sin echarle una ojeada. Luego se abrió camino haciendo eses por la avenida Central, más o menos en dirección a su casa.

Cuando giró hacia la calle Diez, dejando detrás de sí las distracciones de la avenida, distinguió a una persona de pie en la oscuridad de un portal. De haber estado sobrio, habría recordado la alerta zombie y por lo menos se hubiera cambiado de acera. Pero en ese momento no se le ocurrió. Siempre había borrachos y putas en los portales de la calle Diez, cerca de su edificio de apartamentos. Por eso la situación presente no le llamó la atención.

Hasta que la vio.

No llevaba puesto casi nada. ¿Qué era eso, una bata de hospital? Tal vez un vestido pequeño. Estaba temblando por el frío de la noche, pues una tormenta veraniega se había llevado el calor del día. Era solo una niña. No parecía tener más de nueve años.

Había visto a muchas putas menores de edad en la calle Diez. Era un lugar por el que solían pasarse muchos hombres adultos en busca de acción adolescente. Pero no había visto nunca a una tan joven.

Y a él le gustaban jóvenes. Y cuanto más lo fueran, mejor.

-¿Cuánto cobras, encanto? -le preguntó, mirado al mismo tiempo alrededor a ver si veía a su chulo. Por lo que pudo distinguir, no había nadie. Eso estaba bien. Preferiría no tener que pagar si no era estrictamente necesario.

La niña no contestó, y se limitó a permanecer oculta en las sombras del portal.

-¿No estás en venta esta noche, querida? ¿Ni siquiera para un hombre que se muere por ti? ¿Qué es lo que pasa, te has escapado de casa? -Una pequeña sonrisa se dibujó en el abotargado rostro de Boris, picado de viruelas. Una fugitiva de nueve años de edad. Esto iba a ser divertido.

-Ey -dijo-, ¿te hace falta un sitio donde pasar la noche? Yo tengo una cama de sobra.

La chica tan solo le miró, sin pronunciar una palabra.

-Vamos, cariño -dijo, estirando una mano hacia ella-. Tienes pinta de estar famélica. Tengo algo de pizza congelada en casa.

La niña alargó la mano hacia la suya. El corazón de Boris se aceleró al pensar en las posibilidades que se abrían ante él.

La chica no dijo nada mientras recorrían la última media manzana hasta su apartamento. Parecía tener una ligera cojera, lo cual molestaba a Boris en gran manera, pues estaba impaciente por llevarla a casa antes de que alguno de esos hijos de puta de la guardia nacional o algún otro entrometido le viera con su pequeña fugitiva.

Por fin, llegaron a su edificio, y prácticamente arrastró a la chica por las escaleras. Abrió la puerta tan rápido como pudo y la empujó dentro antes de que algún vecino los viera en el rellano. Luego cerró la puerta con llave y echó la cadena. Le dio al interruptor de la luz y le echó un buen vistazo por primera vez a la niña.

¡Oh, joder, menudo hallazgo había sido! Pálida, delgada, prepubescente, de largas piernas y esbeltas caderas. Su modelo ideal de cuerpo. Su polla se dobló de tamaño tan solo por mirar a esta cosita, con sus cabellos rubios y crespos y sus grandes ojos azules. Tenía el pelo enmarañado y apelmazado, y no olía demasiado bien. Tendría mucho mejor aspecto después de comer y de darse un baño caliente, eso estaba claro. Ya habría tiempo de sobra para eso más tarde, si se portaba bien y cooperaba. Si se resistía, lo único que obtendría sería un viaje fuera de la ciudad en el maletero de su coche.

-¿Cómo te llamas, niña? -le preguntó.

Ella tan solo le miró, y no dijo nada. Él se fijó en que sus ojos parecían un poco empañados, y que le costaba trabajo fijar la mirada. ¿Tal vez hubiera tomado alguna droga? Eso parecía. ¡Las cosas iban mejorando a cada segundo que pasaba!

-¿Cómo te llamas? -le preguntó de nuevo y, al ver que no respondía, se enfadó un poco-. Mierda, niña, ¿no sabes hablar? Di algo, quiero oír tu voz. Estoy seguro de que tienes una bonita voz.

Siguió sin decir ni una sola palabra.

-Muy bien, pues -dijo. Estiró una mano y rodeó con ella su delgado cuello y apretó con fuerza-. Esto es lo que va a pasar, zorra. Vamos a ir a mi habitación y te voy a quitar toda la ropa y voy a follarte. Y cuando acabe, ¿sabes qué? Voy a follarte de nuevo.

Ella tan solo le miró, sin expresión alguna. Él le soltó el cuello y la cogió del brazo y se lo retorció tras la espalda, y la empujó hacia su dormitorio. La tiró de cara contra la pared, con una mano sujetándola con fuerza del cuello, reteniéndola en el sitio, y con la otra le subió el vestido y le bajó las bragas.

-Tienes un culito precioso, zorra -dijo mientras se sacaba la polla, dura como una piedra, de los pantalones-. Me lo voy a pasar muy bien con él. -Apuntó con su grueso glande hacia el dulce y rosado orificio que conducía a sus entrañas, y con un firme empentón de sus caderas, comenzó a sodomizarla. Se quedó impresionado por la pasividad de la cría mientras le daba por el culo. No dijo ni pío en ningún momento. Cuando acabó, derramando semen en sus intestinos, la tiró al suelo y le ordenó que no se moviera ni una pulgada, y se fue a coger una botella de whisky.

Cuando regresó, pegándole un buen sorbo a la botella, la niña seguía inmóvil en el suelo donde la había dejado.

Le gustaba esta chica. Hacía lo que se le ordenaba.

Mientras seguía dándole a la botella, le quitó el vestido, le dio la vuelta hasta dejarla boca arriba en el suelo, y le abrió de piernas. Era como una pequeña muñeca de trapo.

Cogió la cámara de fotos del estante de arriba y comenzó a hacerle fotos. Desde luego, tenía buen aspecto, blanca como un fantasma, delgada como una escoba, pequeños pezones rosados en un pecho plano, sexo sin vello entre las piernas.

Pegó un último sorbo a la botella y luego se levantó y se quitó la ropa. La niña no se resistió en absoluto cuando le metió la polla por su pequeña raja. Era estrecha, y muy agradable, eso estaba claro, pero le disgustó comprobar que no era virgen.

-¿Quién se te ha follado antes de mí, zorra? ¿Tu papá se divertía contigo? -Se inclinó sobre ella, escupiéndole las palabras en la cara mientras comenzaba a follarla con fuerza. Mucha fuerza.

La cría levantó la cabeza al notar el escupitajo y chascó los dientes.

-¿Qué cojones, zorra? -dijo, sentándose con su polla todavía dentro de ella.- ¿Acabas de intentar morderme?

Ella volvió a chasquear los dientes.

-¡Oooh! Me gustan las chicas luchadoras. Estaba comenzando a pensar que no tenías ningún espíritu de lucha. Y tienes suerte. No eres la primera chica que intenta morderme, así que estoy bien preparado.

Se levantó y abrió un cajón y sacó una mordaza de bola. Se sentó sobre su pecho desnuda, con su gran polla enhiesta frente a su cara, mientras se inclinaba para colocarle la mordaza. La cría chasqueó los dientes apuntando a su glande. -Con cuidado, zorra -dijo-. La última vez que una chica me mordió la polla, las cosas no le fueron muy bien. -Sus palabras era irrelevantes ahora, pues la mordaza ya se hallaba colocada en su sitio.

La volvió a montar y siguió follándola, plantando besos a la vez por todo su adorable rostro. -¡Tienes un buen revolcón! -le susurró mientras besaba su bonita oreja-. Aunque se me haya adelantado tu padre, juro por Dios que nunca había encontrado a nadie tan estrecha como tú.

Ella simplemente se quedó ahí tumbada, con su mirada azul empañada perdida en el espacio mientras él terminaba. Boris gimió y gritó y se corrió, vaciando su carga en su pequeño sexo. Cuando acabó, se puso de pie, y la cría siguió tumbada sin responder mientras él tomaba unas fotos más, su semen resbalando por su pequeña raja.

Perdió el conocimiento en la silla, sentado delante de la chica, con la botella de whisky en la mano. Cuando recobró la consciencia un par de horas más tarde, ella seguía tirada en el suelo, como si no se hubiera movido ni una pulgada, sus grandes ojos azules abiertos como platos y perdidos en la distancia. Boris tenía que mear. Se levantó y se acercó hasta ella. Se arrodilló sobre su rostro, y la cría tan solo le miró sin expresión mientras se meaba sobre ella.

-Joder, tía -dijo cuando acabó-, eres de lo que no hay, ¿eh? No pones nada de resistencia. Ahora, si me prometes que no me morderás, te quitaré la mordaza y podrás hacerme una mamada. ¿Qué te parece eso, querida?

-Mmmmgggh -dijo la chica a través de la mordaza.

-¡Oh! ¿Ahora vas a hablar?

La chica asintió.

-Bien. Quiero oír tu voz. -Le quitó la mordaza de bola-. Bueno, ¿qué estabas tratando de decir, cariño?

-Te prometo que no te morderé -dijo la niña.

El coronel Flagstaff paseó la mirada por la estancia. Aparte de una mordaza de bola tirada en el suelo y del hedor a orina que impregnaba el aire, no había nada que llamara la atención. Tan solo el deprimente dormitorio de un apartamento deprimente, como los había a millones en esta ciudad abandonada de la mano de Dios.

-Nos llamó su hermana cuando habían pasado tres días sin que contestara al teléfono -le explicó el inspector Jenkins-. Cuando dijo que la última vez que alguien le vio había sido la noche en que murió el ayudante del forense, prestamos atención. Fue alrededor de la una de la mañana. Estaba borracho, y salía de un bar del barrio.

Flagstaff asintió.

-Esta casa está hasta arriba de pornografía infantil -dijo uno de los policías uniformados que estaban con Jenkins mientras rebuscaba en una caja-. Mirad todos estos videos. Este tío estaba enfermo.

-Parece que le iban las chicas jóvenes -dijo el inspector.

Flagstaff asintió. -¿Cómo sabemos que nuestra chica zombie estuvo aquí?

-Evidencias fotográficas -dijo el poli-. Le hizo cientos de fotos. -Cogió una cámara que estaba sobre una mesilla y le enseñó una foto de una niña de aspecto dulce, completamente desnuda, con una mordaza de bola en la boca.

-Fue lo bastante listo para amordazarla, por lo menos -dijo el coronel, sacudiendo la cabeza con una mueca de disgusto en el rostro.

-No, tampoco demasiado listo. Mira este video. -El policía le dio al play en la cámara.

-¡Ahora chúpame la polla, pequeña zorra! -dijo una voz de hombre, mientras introducía el glande entre los labios abiertos de la chica.

-Ese puto imbécil le metió la polla en la boca -dijo Flagstaff-. Increíble.

-Sí -dijo el policía.

-¡Mierda! -gritó de repente la voz del hombre del video, con un tono metálico a través del pequeño altavoz de la cámara-. ¿Acabas de morderme? ¡Maldita sea, zorra! -El coronel Flagstaff observó en la pantalla de la cámara al hombre abofeteando a la chica en el rostro-. ¡Joder, estoy sangrando! -Volvió a darle un bofetón.

-Ya puedes apagarlo -dijo el coronel-. He visto suficiente.

Después de que el policía le diera al botón de pausa, todos se quedaron momentáneamente en silencio.

-Supongo que ya es hora de otra orden de búsqueda -dijo por fin Flagstaff. Jenkins asintió-. Sabes, si no fuera por la crisis de salud pública, no tendría ningún problema con que esta niña fuera cazando a estos malditos pederastas y les diera exactamente lo que merecen.

-Amén -dijeron todos los hombres de la sala.

-Tengo uno vivo, coronel -le dijo el inspector Plunkett por teléfono la noche siguiente.

-Voy de camino.

Esta vez, era un bonito apartamento en la vigésima planta de uno de esos nuevos rascacielos del centro. A Flagstaff no le pareció que hubiera nada raro mientras era conducido por un policía hasta el salón, las luces de los rascacielos al otro lado de la ventana del tamaño de la pared iluminando la decoración minimalista escandinava. Pero cuando el policía le introdujo en el dormitorio, la escena cambió drásticamente. Dos hombres, uno de ellos de unos treinta y tantos años, sentado contra la pared, desnudo, con las muñecas esposadas a la espalda y los tobillos atados mientras dos sanitarios le hacían un examen exhaustivo. El otro hombre estaba muerto, desnudo también, tirado en el suelo con el pecho y el cuello cubiertos de marcas de mordiscos. Tenía los brazos y piernas firmemente atados.

Jenkins saludó al coronel. -Este parece haber sobrevivido indemne al ataque -dijo, señalando al hombre que aún estaba vivo-. El otro, bueno, ya puedes ver cómo le va.

-Sí. -El coronel se arrodilló frente al que seguía vivo-. Así que vosotros dos os dedicáis a violar a niñas de nueve años, ¿no? -le preguntó.

El hombre le miró con ojos inyectados en sangre y anegados por las lágrimas. -No era violación, tío, créeme.

-¿Me estás diciendo que una zombie se te insinuó? ¿Qué mierdas me estás contando?

-Sé que parece una locura. Pero sí, eso es exactamente lo que pasó. Nosotros estábamos a lo nuestro, ¿sabes? Volvíamos a pie aquí a casa de Johnny después de haber estado jugando a los dardos en el bar de siempre.

-¿Johnny?

El hombre señaló en dirección al cadáver.

-Continúa.

-De repente, esta chica se acerca a nosotros. Y está en plan: “¿Queréis pasar un buen rato?”. Johnny y yo respondemos: “No”. No somos de irnos de putas, ¿sabes? Así que la apartamos a un lado. Dijimos algo del tipo de: “Tendrías que irte a casa con tus padres, niña, no estar vendiendo tu cuerpo aquí en la calle”. Pero parecía realmente hambrienta, ¿sabes? Como si lo que más deseara en el mundo fuera una polla.

-Pues claro que parecía hambrienta, es un zombie, joder. ¿No se os pasó eso por la cabeza, imbéciles?

El hombre sacudió la cabeza. -No parecía un zombie, hazme caso. Por lo menos, no era como ninguno que yo haya visto nunca. Tenía muy buen aspecto.

-Los pederastas me ponéis enfermo -le escupió el coronel Flagstaff.

-No es eso, te lo juro. No lo pillas.

-Supongo que no. Continúa, capullo.

-Bueno, nos responde que, vaya, nos jura que no es una prostituta ni nada de eso, dice que tan solo está buscando algo que comer y que nos hará pasar un buen rato a cambio. Así que Johnny me mira y se encoge de hombros, y yo le devuelvo la mirada y hago lo mismo. O sea, a ver, ¿por qué no? Seguirle el rollo y ver dónde acabamos. -Dejó caer la cabeza, mirando al suelo-. Sé lo que estás pensando -dijo-. Pero no es eso. Yo ni siquiera había pensado nunca en hacerlo con una chica. No una tan joven.

-La gente normal no folla con niñas de nueve años -dijo Flagstaff.

El tipo dejó escapar un suspiro y sacudió la cabeza. -Entiendo lo que dices, tío. Pero tú no has conocido a esta chica. Es...

-¿Es qué?

-No sé cómo describirlo, tío. Es tremendamente sexy.

-Chorradas. -Al coronel Flagstaff, pensando en su propia hija de nueve años, le entró un irrefrenable deseo de darle un puñetazo en toda la cara al subnormal este.

-No, tío, te lo juro. Johnny y yo, no nos faltan las mujeres, ¿vale? No tenemos ningún problema para ligar, créeme. Pero esta niña, es una auténtica encantadora. Usó su encanto para hacernos perder los pantalones.

-Sí, me he fijado. ¿Y no sospechasteis en ningún momento que era un zombie?

-No. O sea, ahora que reflexiono sobre ello, me acuerdo de que pensaba que en sus ojos tenía una expresión ausente, y estaba muy delgada y pálida, y no andaba demasiado bien. Tampoco olía muy bien. Pero o sea, a ver, suponíamos que se había escapado de casa, ¿vale? Todo eso debe de ser habitual en los que se escapan de casa, ¿no?

-Y no pensaste que hubiera nada malo en follarte a una niña de nueve años que se había escapado de casa.

El hombre sacudió de nuevo la cabeza. -Es que era tan sexy. Y anhelaba una polla con tanta pasión. No la íbamos a rechazar, ¿sabes?

-No, no lo sé.

-Bueno, no nos juzgues hasta que no te veas en nuestra situación, ¿de acuerdo?

Flagstaff combatió el deseo creciente de partirle la cara. -¿Y qué pasó una vez que llegasteis a casa?

-Fuimos directamente al dormitorio y nos quedamos desnudos en un santiamén. Yo me pedí el primer turno, me la follé por detrás. Menudo polvo que tenía, tío, ostia puta.

-No quiero conocer los detalles.

El hombre sacudió la cabeza y siguió como si no hubiera oído al coronel. -¡Era tan estrecha, joder! Y estaba húmeda y cachonda, y tan dispuesta, joder, no paraba de hacer rebotar su trasero contra mí una y otra vez. Era increíble. El mejor sexo de mi vida.

-He dicho que no quería conocer...

-Me corrí con tanta fuerza, Dios, fue increíble. Debí descargar como diez veces en ese pequeño coño.

-Háblame de cuando tu amigo sufrió el ataque.

-Te lo aseguro, tío. Nunca me habría imaginado que hacer el amor con una zombie fuera así.

-No creo que lo sea. Creo que eres un pedófilo y que disfrutaste violando a una niña de nueve años.

El hombre negó con la cabeza. -Sea como sea, cuando acabé yo, Johnny se tumbó en la cama y la chica se puso encima de él. Le cabalgó durante un buen rato, tío. Fue una escena preciosa.

-Me das asco.

-No, tío, de verdad que fue algo especial.

Hubo un ruido, algo parecido a un gruñido, que provenía del cadáver que estaba atado. Su cabeza se movía adelante y atrás.

-Parece que el mierdas ese está reanimándose, inspector -dijo un policía de uniforme.

Jenkins sacó su pistola de la funda y colocó el cañón contra la frente del muerto y le voló la cabeza. -No creo que haga más ruidos en los próximos minutos -dijo.

El coronel Flagstaff volvió a centrar su atención en el que quedaba vivo. -Continúa.

El hombre contemplaba horrorizado los sesos de su colega, esparcidos por la pared recién pintada de blanco; luego volvió la cabeza, la inclinó y sufrió unas arcadas. Volvió a mirar a Flagstaff, incapaz de limpiarse la bilis que se deslizaba por su barbilla, con las manos atadas a la espalda. -No sé, ¿por dónde iba? -balbuceó.

-Me estabas hablando del ataque que sufrió el idiota ese.

El hombre tomó una profunda bocanada de aire. -Sí, vale. Bueno, yo me estaba poniendo muy cachondo, viendo a esta cosita follarse a Johnny, ¿sabes?

-No, no lo sé.

El tipo miró a Flagstaff. -Eres un mierda santurrón, ¿lo sabías? No lo pillas, tío. Bueno, pensé, la zorrita tenía otro agujero ahí detrás que yo podía usar, ¿no? Pues lo mejor sería aprovecharme de ello.

-¿Le diste por el culo, joder?

-Créeme, no le importó. Parecía que llevara haciendo tríos toda la vida, y disfrutando de cada minuto.

-Seguramente haya sido así, obligada por hijos de puta enfermos como tú y tu colega Johnny, ahí presente. -Los dos contemplaron el cadáver sanguinolento, al que le faltaba la mitad de la cabeza.

-Sea como sea -dijo el hombre, haciendo un esfuerzo por no volver a vomitar-, Johnny se lo estaba pasando de miedo, gimiendo y toso eso, ¿sabes? Y la chica también. Te lo juro, estaba gritando, y yo estaba convencido de que los dos se estaban corriendo para entonces, y yo también estaba a punto de descargar en su culo. Así que me llevó algo de tiempo darme cuenta de lo que estaba pasando. Me corrí dentro de ella, y fue entonces cuando me di cuenta de que le estaba mordiendo. ¡O sea, pero pegándole buenos mordiscos! Yo al principio estaba como, joder, a esta cría le va el sadismo o algo así, y Johnny estaba ahora gritando y retorciéndose debajo de nosotros. Y yo estaba como, ¡mierda! Y salté de la cama, y la cría se bajó de Johnny y vino hacia mí. Para entonces ya comprendía qué cojones estaba pasando y me metí en el baño y eché el pestillo. Se pegó un rato aporreando la puerta. Yo estaba acojonado pensando que iba a tirar la puerta abajo, de tan fuerte que la estaba golpeando. Con todo su cuerpo, creo. Pero al final, supongo que se cansó y se marchó. Así que, ya sabes, salí del baño y ahí estaba Johnny, muerto. Fue entonces cuando llamé a la poli.

El coronel se puso de pie y miró hacia donde estaba el inspector Jenkins. -Me parece que tenemos un gran problema entre manos -dijo.

Jenkins asintió. -Hay un montón de putos pervertidos en esta ciudad que quieren follarse a una cría de nueve años. Vamos a tener muchos caminantes.

-Sí. -Flagstaff bajó la mirada hacia el que había sobrevivido-. Voy a llamar a mi equipo médico y a hacer que pongan a este tío en custodia. No sabemos si la enfermedad se transmite por vía sexual, pero es bastante probable. ¿Sexo anal? Es muy probable que vaya a transformarse en cualquier momento.

-¿Voy a morir? -preguntó el hombre con desesperación.

-Espero que sí, puto pedófilo de mierda -dijo Flagstaff-. Pero no te preocupes, estaré ahí para volarte la cabeza cuando llegue el momento.

-Lawrence y sus colaboradores -le decía el doctor Amberton al coronel Flagstaff entre bocados a una hamburguesa de queso en un restaurante cercano al aeropuerto, un par de días más tarde-, sugieren en el Diario de Salud Pública que, además de carne y materia gris, el semen podría ser otra sustancia del cuerpo que serviría para mantener a un reanimado. Escriben acerca de la posibilidad de contener a los reanimados en cautividad.

-Semen -el coronel Flagstaff pronunció la palabra sin darle entonación alguna, asintiendo con la cabeza.

-Sí. Eso explicaría el comportamiento de su joven reanimada. En nuestros archivos no consta que haya habido nunca una reanimada físicamente capaz de atraer a hombres vivos, así que esto es algo que nunca se ha comprobado en la práctica.

-¿Así que cree que ansía sexo, igual que ansía carne?

-Es una posibilidad. Explicaría algunos de sus comportamientos. Sabemos que las hormonas del semen son absorbidas a través de la pared vaginal directamente al torrente sanguíneo; es por eso que las mujeres a menudo tienen un orgasmo después de que el hombre eyacule. Parece lógico que la esencia vital contenida en el semen pueda ser absorbida por la reanimada de la misma manera. Lawrence sugiere que este puede que sea un método más eficaz para mantener a un reanimado que consumir carne, y también que es posible que el semen contenga una alta concentración de la esencia vital que requiere un reanimado, y que sea más eficaz de esta manera también. Su caso parece apoyar su hipótesis. Tengo que llamarle, seguro que le interesa.

-Vale, entonces, ¿qué pasa con el psicópata que tengo en custodia? ¿Cree que va a pillar la enfermedad, aunque haya conseguido que no le mordiera?

-No comprendemos del todo el mecanismo de transmisión -dijo el doctor-. Pero una transmisión de la mujer al hombre durante el acto sexual parece bastante improbable.

-¿Ni siquiera si ha habido sexo anal? -preguntó el coronel.

-Sí, el hombre casi seguro que está a salvo, hasta en caso de sodomía. Si tiene heridas abiertas de cualquier tipo, o herpes, estaría algo más preocupado. Pero tal y como se ha dado el caso, puedo decir con seguridad que no está infectado.

-Es una pena -dijo el coronel-. Me atraía la idea de tener que volarle la cabeza.

-¿Es usted consciente, coronel Flagstaff, que es perfectamente normal que un hombre se sienta atraído por chicas jóvenes? Ritter, en un artículo en Sexualidad Humana, argumenta que...

-No quiero saber nada de eso. Follarse a una cría de nueve años es lo más bajo que puede llegar a caer un ser humano.

-Considere también las ansias de la niña -continuó el doctor-, y la influencia que esto tiene que tener sobre los deseos sexuales de un hombre. Después de todo, somos animales, coronel. No podemos combatir contra lo que nos dicen nuestros cuerpos. Estoy seguro de que usted ha sentido el canto de sirena de una mujer en celo.

-No somos animales. Tenemos un destino más alto que ese.

El doctor se le quedó mirando durante un instante. -Veo que es usted un hombre religioso. Yo también lo soy. Estoy de acuerdo en lo del destino más alto, pero también creo que el creador nos dio nuestros deseos, y por un buen motivo.

-Nuestros deseos son obra de Satán -replicó el coronel-. He visto el trabajo del diablo, cuando los seres humanos caemos de nuestro estado de gracia. Lo he visto en el campo de batalla, en las bombas en la cuneta en Iraq. Y lo veo todos los días en las miradas sin alma de los reanimados. Nuestros deseos nos llevarán a la caída y a la destrucción, como les pasó a los paisanos de Lot en la Biblia.

-Pero también se nos pide que mostremos clemencia, ¿no es así? -preguntó el doctor.

-Jesucristo nunca se encontró con un reanimado. Ni con un pedófilo.

El doctor arqueó las cejas, pero no siguió con el tema.

-Bueno, gracias por esta fructífera conversación, doctor -dijo Flagstaff mientras llamaba a la camarera con la tarjeta de crédito en la mano-. No estoy seguro de que realmente me vaya a ayudar a detener a la pequeña zombie, pero ha sido esclarecedora.

-Comprender la motivación del comportamiento de los reanimados siempre ayuda -dijo el doctor-. En este caso, la solución me parece obvia.

-¿Ah sí?

-Sí. Tan solo hace falta un cebo.

-¿Un cebo?

El doctor asintió. -Un hombre lo bastante viril para atraer su atención, pero en el que se pueda confiar para que resista sus avances.

Flagstaff asintió. Ahora comprendía plenamente lo que tenía que hacer a continuación. Solo había un hombre en el mundo en el que confiara para una misión como esta.





Reconocimiento. Esa es la primera tarea del soldado. Con su instinto para la guerrilla urbana perfeccionado durante sus años como comandante de pelotón en Iraq, el coronel Flagstaff se refugiaba en las sombras de un callejón del centro de la ciudad, cerca del último paradero conocido de la chica zombie. Estaba alerta, con atención plena, observando cada movimiento y cada sonido a su alrededor, cada siseo de gatos peleando, cada hoja caída mecida por el viento.

Llevaba ya horas en la misma ubicación. Hombres de menor valía, incluso muchos de los soldados a los que había dirigido, habrían renunciado mucho antes, se habrían ido a casa a sus camas calientes y el consuelo de sus mujeres. Pero no Flagstaff. Sabía que esta misión requería paciencia, perseverancia. Tenía que averiguar contra qué se enfrentaba, y la única manera de hacerlo era aguardar hasta que apareciera.

Por fin, hacia las dos de la mañana, la chica zombie hizo acto de presencia. Bueno, de hecho lo que hizo acto de presencia fue más bien el grito aterrador de su víctima, que resonó por las callejuelas del centro proveniente de la orilla del río. Aferrando la pistola dentro de la funda de su pecho, Flagstaff abandonó su puesto y caminó con sigilo por las calles en dirección al ruido. Escondido bajo las sombras de un arbusto junto al río, por fin la vio. Vio por fin a Jessica Malbury, zombie, ángel de la muerte de nueve años de edad, instrumento de la vengativa ira de Dios sobre los malditos pedófilos de esta miserable ciudad.

A decir verdad, sí que parecía un ángel cuando la vio por vez primera. Estaba de rodillas, una postura que habría podido ser fácilmente tomada como de penitencia sino fuera por el cuerpo de su víctima más reciente, que yacía delante de ella. Llevaba un vestido blanco. Parecía un vestido de primera comunión, de mangas largas y falda con volantes. La parte de arriba del vestido estaba desgarrado; el cabrón probablemente la había violado, rompiendo el vestido en el proceso. Aunque se hallaba al menos a cien metros de distancia de Flagstaff, y la luz de la farola que iluminaba la escena no era muy potente, podía ver su pecho desnudo. Podía verle los pezones, rosados, hinchados, alzándose en su pecho plano. La visión de sus pechos por desarrollar hizo que la sangre le afluyera a la polla, confundiéndole y horrorizándole. No, se dijo. ¡No!, gritó en silencio a los cielos. ¡Yo no! ¡No soy un pedófilo! ¡No me siento atraído por ella!

Todavía ignorante de su presencia, la chica zombie se inclinó sobre su víctima. En la tenue luz, Flagstaff no podía ver lo que estaba haciendo, pero pronto resultó perfectamente obvio, cuando levantó la cabeza. Su rostro angelical, su pecho prepubescente, estaban ahora cubiertos de sangre oscura, e hilos de entrañas le colgaban de la boca. Flagstaff se sobrepuso a las emociones, fueran de disgusto o de atracción, que le embargaban. Sacó el revólver de la funda en silencio, apuntó el cañón hacia la cabeza de la niña, y apretó el gatillo.

El coronel tenía una puntería magnífica. Había muy pocas posibilidades de que fallara este tiro, incluso a esta distancia. Y aun así, la bala erró el blanco y se perdió en la noche. ¿Había temblado, en el último momento? Eso tenía que haber pasado. ¿Pero por qué? Había matado a una docena de hombres, o más, en las calles y en los campos de batalla de todo el mundo. Le había volado la cabeza a cien zombies. ¿Por qué había temblado ahora?

La chica zombie desapareció un instante después de la detonación del arma. Se perdió entre las sombras, tal vez en el río. Solo Dios sabía dónde, pero lo que estaba claro era que la había perdido. Disgustado consigo mismo, se acercó al cadáver, el cual tenía la tripa abierta y las entrañas esparcidas por la orilla del río. Le oyó gruñir, y luego apuntó la pistola a su frente y le voló la sesera. Luego llamó a su equipo de limpieza.

Eran más de las cinco de la mañana cuando Flagstaff se metió por fin en la cama con su mujer. Pero no podía dormir. La visión del ángel zombie, con su camisa desgarrada, seguía dándole vueltas por la cabeza.

-Ey, señor -el coronel Flagstaff oyó que una vocecita decía desde las sombras de un callejón, mientras caminaba por la avenida Central la siguiente medianoche. Se detuvo de golpe y metió la mano en la chaqueta para coger su revólver reglamentario.

-¿Jessica? -dijo, lanzando su voz a las sombras.

La joven chica emergió de detrás de un contenedor. A Flagstaff se le hizo un nudo en la garganta al ver que se parecía mucho a su propia hija, a su ángel, a su querida Heather; como ella, la chica zombie tenía el pelo largo y rubio que le caía por los hombros, ojos de un azul brillante, y brazos y piernas largos y esbeltos. En otro mundo, en un mundo mejor, se habría llevado a esta criatura a casa y la habría cuidado como si fuese hija suya. Ese pensamiento le hizo soltar el revólver durante un instante. Pero luego recordó su reacción cuando vio su pecho desnudo la noche anterior; incluso aunque pudiera llevarla a casa, aunque hubiera sido un mundo mejor y las circunstancias diferentes, ¿habría sido capaz de cuidarla como a una niña? ¿O la habría violado, como los incontables hombres de esta ciudad que la habían violado y sufrido su merecido destino como resultado?

Antes de partir para la misión de este día, había meditado brevemente si su reacción de la noche anterior le había hecho incapaz de llevar a cabo su tarea. Podía asignar el papel de “cebo” a uno de sus soldados, a una soldado tal vez. O a Petersen, que era gay, ¿tal vez él sería capaz de resistirse? Pero al final había decidido que no, que eso no funcionaría. Si Flagstaff era hechizado por ella, cualquiera lo sería. Flagstaff, el hombre más recto, el esposo más fiel del mundo. Sí él no podía hacerlo, entonces nadie podría. Y podía hacerlo. Lo haría. Se lo debía a sí mismo, a su esposa, al mundo. Incluso a su Señor.

En ese momento, en la oscuridad de medianoche, la chica zombie se acercó a él con un paso como de cervatillo, un bamboleo inseguro como si fuera un recién nacido que estuviera aprendiendo a sostenerse de pie. Su rostro era afilado, las mejillas hundidas con la marca de la muerte. Los ojos eran fríos, de muerto viviente. La boca le colgaba ligeramente abierta, y la luz de la farola próxima mostraba la suciedad de sus dientes. Las bocanadas de aire que tomaba eran irregulares y ásperas.

Llevaba una blusa blanca y una falda escocesa plisada azul y verde, calcetines y zapatos negros de charol. Flagstaff se preguntó dónde habría robado la ropa, y si se había vestido de colegiala a propósito. Tenía que admitir que le resultaba atractiva, todavía más atractiva que con el vestido de primera comunión que había llevado el día anterior.

-¿Jessica? -preguntó de nuevo.

-Ey, señor -fue su respuesta. Si había reconocido su nombre, no lo dejó traslucir. Su voz era suave, casi un susurro. Adorable, incluso, en cierta manera-. ¿Quiere pasar un buen rato? -preguntó.

Sintió un espasmo involuntario en la polla, dentro de los pantalones. No le gustó la sensación, y antes de que pudiera sacudirse de nuevo, se armó de valor como solo un hombre con la experiencia de dos misiones en Iraq y año y medio de matar zombies a sangre fría podía hacer. Sacó el revólver de la funda. Lo apuntó hacia la frente de la chica.

-Te lo puedo hacer pasar bien, papi -susurró, todavía avanzando hacia él con sus pasos como de cervatillo, sin inmutarse en absoluto por la pistola-. Puedo ser tu sueño hecho realidad.

El sonido de su voz pausada llamándole “papi” tuvo sobre él exactamente el efecto planeado. ¡Se parecía tanto a su preciosa hija! Pensamientos, profundos pensamientos reprimidos, ocultos en los rincones más oscuros de su cerebro, de pronto surgieron hasta la superficie, y pudo sentir que se le ponía dura la polla. Ya podía sentir cómo se apoderaba de su mente. Sabía que debería volarle la cabeza a esta chica zombie en ese mismo instante; era la única respuesta posible ante todo esto. Pero no podía apretar el gatillo. Nunca antes había sentido esta clase de indecisión. Era un soldado, maldita sea. ¡Estaba aquí para cumplir una misión!

La chica estaba ahora justo delante de él. Ella alzó la mano y le rozó la mejilla con sus fríos dedos. -Te necesito, papi -dijo con suavidad.

Bajó el cañón del arma. -Jessica -apenas logró decir, tras tragar saliva-. Solo eres una niña...

-Todo el mundo dice que tengo el coño más estrecho que nunca hayan probado -susurró-. Quiero ofrecerte el coño más estrecho que nunca hayas probado, papi.

A Flagstaff le costaba respirar. Las hormonas invadían su cuerpo, haciendo que se le acelerara el corazón y llenando de sangre su polla. Nunca en toda su vida había estado tan duro. Le hizo falta hasta el último gramo de fuerza de voluntad que pudo reunir para no tirarla al suelo y follarla ahí y entonces. Soy un hombre mejor que esto, pensó. Soy un guerrero. Soy el guerrero de Dios. Tengo que hacerlo.

Sin poder reprimir el temblor de las manos, logró levantar la pistola hacia su frente de nuevo, el frío acero en contacto con su pálida piel de no muerta.

-Jessica -le dijo-. Sabes que eres un zombie, ¿verdad?

-¿Un zombie? -Sus fríos dedos le acariciaron la mejilla.

-Sí. Un reanimado. Un no muerto.

-¿No muerto? -Su lejana voz susurrante se tiñó de confusión.

-He venido a matarte. O sea, a matarte de nuevo.

-No quiero morir -dijo. Flagstaff no pudo distinguir si esto era real, si estaba realmente basado en una emoción real, un auténtico miedo a morir, o si solo era parte del juego bien entrenado de la chica zombie de la seducción.

Sintió que su fuerza de voluntad vacilaba. Por un momento, se imaginó que era su propia hija, la preciosa Heather, suplicándole que no le matara. No puedo hacer esto, comprendió. No soy el hombre adecuado para esta misión después de todo. Dio un paso atrás y enfundó el arma. Aunque las hormonas seguían estando desatadas, ahora ya tenía el control sobre sí mismo. Tenía un plan.

-Jessica, sé lo que necesitas -dijo.

-Yo también, papi. Te necesito a ti. Necesito tu enorme polla rebotando contra mi estrecho coño.

Él sacudió la cabeza, no solo para rechazar sus avances, sino también para expulsar de su mente todos los pensamiento acerca de la niña, y también acerca de su querida hija Heather, que le invadían la cabeza y que casi le hacían perder el sentido de deseo. Cálmate, Flagstaff. Eres un soldado.

-Ven conmigo, Jessica -dijo.

Quince minutos más tarde, se habían registrado en uno de los hoteles más sórdidos de la avenida Central. El recepcionista alzó las cejas al verles, pero no puso ninguna objeción. Aunque el coronel sintió alivio por no tener que discutir con el hombre, le entraron ganas de estrangularle por no haberle hecho ni siquiera un comentario, por Dios. ¿Aparece un hombre en tu sórdido hotel con una niña de nueve años y no dices ni pío? ¿Qué cojones le pasaba a esta ciudad?

En su habitación, sentó a Jessica en la cama y le ordenó que no se moviera. Cogió un vaso de plástico y se fue al baño. Salió después de un par de minutos con el vaso en la mano, lleno ahora parcialmente con un fluido blanco lechoso.

-Toma -le dijo, entregándole el vaso-. Bebételo.

Jessica se llevó el vaso a los labios. Por extraño que resultara, Flagstaff notó que su polla volvía a cobrar vida mientras observaba su espeso y viscoso semen deslizarse por el vaso hasta la boca de la niña. Cuando hubo apurado todo el semen, se quedó sentada con los labios ligeramente abiertos y curvados en una pequeña sonrisa, sus ojos todavía nublados y desenfocados, pero titilando como en un sueño. Podía ver el semen descansando en su lengua. Su polla se volvió a sacudir al observar cómo tragaba.

La cría le dio la vuelta al vaso y lamió el interior con la lengua. Luego le miró con ojos suplicantes. -¿Más? ¿Por favor?

Flagstaff le arrebató el vaso. -Veré lo que puedo hacer.

-¿Puedo mirar? -susurró la chica-. ¿Por favor?

El corazón le dio un vuelco ante su petición. Iba a decir: “¡No, por supuesto que no!”, pero se contuvo antes de que se formasen las palabras. Sabía, incluso entonces, que era su polla la que estaba pensando por él. Aun así, no era capaz de sobreponerse. Ya no le quedaba la fuerza de voluntad suficiente. Así que se bajó los pantalones y comenzó a tocarse, apuntando al vaso. La chica se sentó bien recta, observándole.

-Es tan grande -susurró.

-No deberías decir cosas como esa, Jessica -dijo Flagstaff, recuperando de nuevo el control sobre sí mismo-. No deberías mirarme. Solo eres una niña pequeña. -Ella le ignoró, y siguió mirando. Con eficiencia militar, se ordeñó a sí mismo, lanzando unos cuantos chorros en el vaso. Jessica estiró las manos con excitación, le quitó el vaso de la mano, se lo llevó a la boca y se lo bebió. Lo hizo tan deprisa que Flagstaff ni siquiera tuvo tiempo de subirse los pantalones. Tan solo se quedó ahí, con la boca abierta, observando la felicidad con la que se bebía su semen. De nuevo, sintió que su polla, ahora ya libre, palpitaba al observarla lamer con ansia lo que quedaba en el vaso. Ella volvió a levantar la mirada hacia él. Ahora tenía las mejillas sonrosadas, y los ojos azules brillantes y enfocados. Alargó la mano hacia su polla medio erecta y comenzó a acariciarla, sosteniendo el vaso con la otra mano.

-Guau -dijo, dando un paso hacia atrás, fuera de su alcance-. Eso no es... -tartamudeó-. No quiero que tú... Yo... Creo que ahora mismo no queda nada en mi interior.

-¿Por favor? -dijo, levantando la mirada hacia él-. Puedes follarme, papi, sabes que te dejaré.

Estaba tan hermosa ahora, tan viva. Las hormonas volvían a despertar, desatándose de forma dramática cuando le llamaba “papi”. Una visión de su propia hija se abrió paso en su cerebro en ese momento, su preciosa Heather, de nueve años. ¿Qué haría si ella le dijera esas palabras? ¿Sería capaz de resistirse?

Incapaz de controlarse, avanzó hacia la niña. Ella sonrió, una sonrisa dulce, no de confianza en sí misma, sino esperanzada. Levantó su falda de colegial y le mostró las bragas, rosadas, con el logotipo de Hello Kitty. Se quitó las bragas, y él estaba subiendo a la cama cuando sus facultades intelectuales por fin se impusieron a sus hormonas animales.

Se detuvo. -Tienes que dormir algo, Jessica -dijo mientras se ponía de pie-. Yo tengo que pensar en lo que vamos a hacer. -Se volvió a poner los pantalones y se sentó en el sofá, mientras la niña protestaba decepcionada y se tumbaba en la cama, con la falda por la cintura y las piernas abiertas, sus bragas de Hello Kitty enganchadas en el tobillo y su suave sexo resplandeciendo de rosa.

El coronel Flagstaff se sentó con la cabeza en las manos y meditó acerca de la situación en que se hallaba. Sabía ahora que no sería capaz de matarla. Las palabras del doctor resonaron en su cabeza: clemencia. Ahora no sentía otra cosa que no fuera clemencia, y preocupación de padre, por la pequeña zombie. Pero si no la mataba, ¿entonces qué? Podía llevarla a la base y encerrarla en una celda; era lo que habían hecho con el primer par de reanimados que habían capturado, años atrás. Eso no salió muy bien. Incluso ahora se estremecía al recordarlo, cómo los zombies habían gemido y aullado, y los médicos habían corrido un gran riesgo al intentar ayudarles. Uno de los médicos se infectó, y le suplicó al coronel Flagstaff que le metiera una bala en la cabeza. Lo hizo. Poco importó, pues el pobre desgraciado se reanimó aún faltándole la mitad de la cabeza.

Pero ahora sería diferente, ¿verdad? Ahora sabía cómo ayudar a la niña. Le daría su semen. Era sencillo. Pero sabía que no era tan sencillo. Sabía que habría toda clase de gente que pondría objeciones a ese plan, todo el mundo hasta llegar al maldito presidente. Gente que no entendería lo que siente un padre por su hija. Le llamarían psicópata, y le echarían de la ciudad. Del país. Y la cría se vería sometida a pruebas sin fin, y sufriría horriblemente, hasta que alguien por fin acabara con su miseria. Sería mejor acabar ahora. Con ese pensamiento, volvió a meter la mano en su chaqueta para coger el revólver.

Ahora estaba dormida, respirando en paz y con el aspecto de un hermoso ángel. Apuntó el cañón del arma a su cabeza. Tomó una profunda bocanada de aire para tranquilizar sus nervios.

Pero no pudo hacerlo. La visión de su propia hija seguía bailando en su cabeza. No podía obligarse a matar a algo tan precioso y adorable como esto.

Así que comprendió que no podía matarla, y tampoco podía dejarla marchar, ni encerrarla en la base. Eso le dejaba con una única opción. Tenía que llevarla a casa y criarla como si fuese hija suya. Podía darle su semen todos los días. Dios sabía que su mujer no tenía ninguna necesidad de él; hacía por lo menos un mes que no habían hecho el amor. La verdad era que para descargar en un pañuelo de papel, igual podía hacerlo en un vaso y dejar que la chica zombie se lo bebiese. Su esposa lo entendería, ¿verdad? Tal vez. Probablemente. Era una buena mujer. Entendía de clemencia, aunque últimamente no le hubiese estado dando mucha clemencia a su polla.

Observó a la niña, tumbada en la cama con las piernas abiertas, durmiendo con los ojos cerrados y la boca ligeramente abierta mientras respiraba pacíficamente. Sus ojos recorrieron su delicado cuerpo, deteniéndose en esa hermosa raja entre sus piernas, de color rosado. Sintió de nuevo una oleada de hormonas. Sabes, pensó para sí mismo, puede que mi esposa no me dé mucho sexo, pero podría tener todo el que jamás haya soñado. El coño más estrecho que jamás haya follado, eso es lo que la chica dijo, justo aquí a mi disposición. Cada día. Gratis.

Volvía a estar duro como una piedra, sus pelotas bien cargadas, mientras se ponía de pie y se quitaba los pantalones. Se acercó a la cama y le quitó con cuidado las bragas de Hello Kitty del tobillo. Hizo una pelota con ellas. Se inclinó sobre la niña, cuyos ojos se abrieron, azules y brillantes, y Flagstaff le metió las bragas en la boca.

-Lo siento, Jessica -dijo-. Tengo que estar seguro de que no me muerdas.

Ella asintió, comprendiendo, aceptando.

Se subió encima de su pequeño cuerpo. El corazón le iba a mil mientras metía su palpitante y gruesa polla en la pequeña apertura.

-Ooh nena -gimió en respuesta a la cálida estrechez de su coño-. ¡Oh, mi dulce hija! ¡Mi pequeña Heather! -Mierda, ¿acababa de llamarla Heather? ¿Estaba pensando en su propia hija mientras se follaba a la chica zombie? En algún lugar de los oscuros recovecos de su cerebro intelectual, sabía que esto estaba mal, horriblemente mal, pero le daba igual. Ya no le importaban cosas como el bien y el mal, pecado y virtud; su cuerpo estaba dominado por primitivas y pecadoras hormonas, y empujaba con fuerza contra el pequeño agujero de la chica-. ¡Tómalo, Heather! -gritó-. ¡Toma toda la polla de tu papi!

-Mmmmgggh -gimió la chica zombie a través de las bragas-. ¡Mummmgh! ¡Mummmgh!

Dejó caer todo su cuerpo, grande y poderoso, sobre ella. La chica era diminuta debajo de él. La contuvo bajo él y martilleó su polla repetidamente todo lo profundo que su pequeño sexo podía ofrecer hasta que no pudo aguantar ni un segundo más y sintió que le venía un orgasmo maravilloso; toda la ansiedad acumulada de los últimos días, de los últimos años, de toda su vida, bajando a toda velocidad por su polla y explotando fuera de él y dentro de ella. Catarsis. Éxtasis. Liberación. Se deshizo de todo, todas sus cargas y estrés e infelicidad, en un profundo acto de clemencia; él clemente con ella al darle a la chica zombie su semilla dadora de vida; ella clemente con él al librarle de una vida de necesidades y deseos, mientras hacía realidad sus fantasías más profundas y desconocidas.

Él se quedó encima de ella, jadeando en un resplandor supremo de felicidad post coital. Se quedó maravillado al descubrir que no sentía nada de culpa. Ni una pizca. Su polla se estremeció en los últimos estertores del placer, y luego la sacó de dentro de ella. La zombie hizo un pequeño ruido a través de las bragas, y sus ojos azules chispearon de gozo.

Fue extraño, pero la erección no se le bajaba. La polla seguía tan rígida como antes. Envalentonado por esta reacción inesperada, cogió a la chica por la cadera y le dio la vuelta, boca abajo. Arrodillándose detrás de ella, le separó las nalgas y admiró su ano rosa. Habían pasado años desde la última vez que le dio por culo a una mujer, desde la universidad. Su mujer nunca le había dado el placer.

La niña gimió contra su mordaza cuando él empujó el glande contra su pequeño esfínter. ¡Ostia puta, esto era por mucho la cosa más estrecha que se hubiera follado! Las hormonas le dominaron de nuevo mientras la violaba con toda su fuerza. Mientras le daba por el culo a su dulce hija.

La cría se durmió así, sobre el estómago, su falda plisada azul y verde de colegiala subida hasta la cintura, dejando al descubierto su estrecho culo desnudo. Le ató la muñeca al poste de la cama con las esposas, por si acaso, antes de sacarle las bragas de Hello Kitty de la boca. Sabía que comprendería por qué la había esposado, pero la niña ni siquiera se dio cuenta. Ya estaba profundamente dormida, respirando con regularidad. Flagstaff se tumbó en el sofá y se durmió a su vez, con el sueño de un hombre muy satisfecho.

Le hizo darse un baño por la mañana. Estaba claro que era el primer baño que se había dado desde la reanimación, y lo necesitaba con urgencia. Cuando emergió de la bañera, parecía un ángel del cielo, con su pálida piel rosada, brillantes ojos y una sonrisa en su dulce rostro. El baño había hecho maravillas por ella, al igual que su semen. Ahora parecía una chica diferente.

Todavía no la había visto desnuda, y era realmente todo un espectáculo. El sol de la mañana brillaba a través de la ventana del deprimente hotel, bañándola con un resplandor celestial. Unos pequeños pezones rosados se alzaban en el blanco pecho; las caderas eran tan estrechas por encima de sus larguiruchas piernas que parecían no existir. Y su pequeño coño parecía tan inocente y virginal, a pesar de que sabía que había sido violado muchos veces, hasta por él mismo no hacía ni doce horas.

La cría tenía las bragas en una mano. Sonriéndole, hizo una pelota con ellas y se las metió en la boca; luego se subió a la cama y se puso de rodillas, apoyándose sobre los codos con el culo desnudo en el aire.

Epílogo

Flagstaff llamó a la puerta del dormitorio del sótano antes de quitarle las cadenas. Odiaba tener que encerrar así a la chica, pero ella lo comprendía. Era una chica muy comprensiva.

-¿Vas a follarme, papi? -le preguntó cuando entró en la habitación. Llevaba un pequeño camisón rosa. Sabía que era su favorito, y le gustaba ponérselo cuando sabía que iba a venir a jugar.

-Sí, cariño -le dijo.

Ella le sonrió, luego se acercó a una mesilla y cogió una mordaza de bola que había en ella. Se pasó la cinta de cuero por el cuello y pasó la hebilla. Antes de llevarse la bola a la boca, dijo: -¿Quieres usar hoy el agujero de delante o el de detrás, papi?

La esposa de Flagstaff había demostrado aceptar de buen grado al nuevo miembro de su familia. Su mayor preocupación no era el sexo; tener a mano a una chica dispuesta para saciar los inagotables apetitos sexuales de su marido le venía de perlas. Una vez que le convenció de que su familia estaría a salvo, a pesar de que tenían a un reanimado viviendo en el sótano, había llegado a apreciar el recatado comportamiento de la chica zombie. ¡No tenía que decirle dos veces a Jessica que lavara los platos o que fregara las escaleras! Esas eran buenas virtudes en una compañera de piso. Y la mordaza de bola que ella había insistido que la niña llevara puesta siempre que no estuviera encerrada en el sótano hacía imposible que le replicara nada, como muchas chicas de su edad estaban tentadas de hacer. Así que esta parte de la historia había acabado por solucionarse de maravilla.

El coronel Flagstaff no le había dicho a sus superiores, ni al inspector Jenkins ni al resto de policías de la fuerza operativa zombie, lo que ocultaba en su sótano. No lo habrían aprobado. Él y sus hombres habían conseguido localizar y neutralizar a todos los reanimados que la niña zombie había ido convirtiendo en su primera época, y a los reanimados que estos a su vez habían creado, lo que le había valido una medalla o dos y un ascenso, y el asunto ya no era más que una nota a pie de página en la historia de la guerra contra los zombies. Oficialmente, Jessica seguía estando registrada como una reanimada activa, de paradero desconocido, pero ya habían pasado tres años de eso. La mayoría de la gente se había olvidado de la pequeña zombie lolita que antaño asustó a todas las mujeres y excitó a todos los hombres de esta hermosa ciudad.

Sonrió ante la pregunta (-¿Quieres usar hoy el agujero de delante o el de detrás, papi?) -mientras observaba a la niña de nueve años colocarse la mordaza de bola en su sitio. De hecho, ahora tenía tres años más, pero no había envejecido ni un ápice. El hacerse viejo es patrimonio de los vivos; los no muertos conservan para siempre la edad que tenían cuando fueron reanimados, aunque su cuerpo se corrompe con los efectos de la muerte a menos que sean capaces de encontrar el sustento vital que los mantenga. Y con la ayuda del buen doctor Amberton, Flagstaff y su chica zombie habían encontrado justo el sustento que ella necesitaba, el cual era administrado al menos dos veces al día.

-El agujero de atrás hoy -respondió. La niña sonrió lo mejor que pudo tras la mordaza, sus brillantes ojos azules resplandeciendo. Se levantó el camisón, se bajó las braguitas rosas y blancas cubiertas con pequeños corazones, y se dio la vuelta y se apoyó sobre las rodillas y los codos. Flagstaff se arrodilló detrás de su niña zombie e introdujo su grueso glande en el cálido y estrecho ano, y la folló hasta que le ofreció de nuevo su nutritiva semilla.

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