Amigo
por Nikto30 (nikto30 arroba gmail punto com)


Perder un hijo es lo peor que le puede pasar a una mujer.

Pau aguató 3 semanas en la incubadora. Nació después de tan solo 24 semanas y
sus pulmones no estaban suficientemente desarrollados para dar oxigeno a su
pequeño cuerpo. La ayuda mecánica no fue suficiente.

Al contrario de lo que pasa en otras parejas, a mi marido Pedro y a mi la muerte
de Pau nos unió aún más. El año siguiente fue el mejor de nuestra relación de
pareja. Estábamos más enamorados que nunca, nos hacíamos caricias y nos dábamos
besos todo el día. Cuando hacíamos el amor era con extremada ternura, pero con
pasión. A pesar de que nunca lo externalizamos, cada vez que él se corría dentro
de mi los dos deseábamos que yo volviera a quedarme embarazada.

Durante todo ese tiempo nuestros amigos estuvieron siempre a nuestro lado.
Quedábamos a menudo para tomar algo o ir de excursión a la montaña. Todo era
como después de la facultad, como si el tiempo hubiera retrocedido 5 años y se
nos diese una segunda oportunidad. Yo seguía en contacto con mis compañeros de
Erasmus y aprovechamos que estaban dispersos por diferentes ciudades y países
para hacer turismo y recordar las frías y locas noches de Londres, donde todos
habíamos coincidido en nuestro último año de carrera.

Uno de los primeros a los que habíamos ido a visitar, antes incluso de quedarme
embarazada de Pau, fue a Stephen. Stephen es congoleño, un místico que cultiva
un huerto donde experimenta para obtener variedades más productivas y
resistentes y ayudar así a su país a salir de la hambruna. Cuando le conocí en
Londres él estaba empezando su doctorado. Su manera de expresarse, calmada y
meditada, tenía un efecto relajante y sus fuertes abrazos te hacían sentir a
salvo del mundo, por lo que muchas chicas, para las cuales quizá era la primera
vez que salían de su casa y estaban aterrorizadas de encontrarse en un lugar
extraño, con un idioma diferente y sin amigos, se dejaban abrazar y querer por
Stephen. Entre los chicos tenía fama de semental, pero a pesar de que muchas de
esas chicas habían acabado en su cama, para él no era una cacería, era
simplemente cariño y amor, y ninguna de las que gimieron entre sus poderosos
brazos se sintieron jamás traicionadas.

Pedro sabía que yo también me había acostado con Stephen en aquella temporada.
En el plano sexual nuestra relación apenas duró un par de semanas, pero siempre
desde entonces hemos sido buenos amigos. Pedro valoraba mucho esa amistad y
evidentemente no le importaba que yo hubiera tenido relaciones con Stephen o con
otros antes que con él, de la misma manera que a mi tampoco me importaban las
relaciones que Pedro había tenido con otras chicas antes de salir conmigo.
Algunas veces hablábamos de nuestra relaciones pasadas y en alguna ocasión,
cuando íbamos salidos, él se había interesado por el mito del tamaño de las
pollas negras. Esas conversaciones servían para ponernos aún más calientes y
terminaban en polvos locos y fantásticos.

Pero cuando Pedro ponía su cara de pícaro y me preguntaba sobre el sexo con
Stephen yo nunca respondía directamente con datos. No sé exactamente cual era la
razón de que fuera así, quizá tenía miedo de cómo pudiera reaccionar. Le podría
haber dicho la verdad: con nadie he estado más a gusto y a nadie he querido
tanto como quería a mi marido. Sexualmente Pedro es más activo que yo y tiene
más fantasías, aunque a veces sus fantasías, típicas de hombres, no son las que
más me apetecen a mi. Su pene es de tamaño normal y lo sabe utilizar. Le gusta
darme placer, dándome besos por todo el cuerpo, entreteniéndose en mi
entrepierna. Le encanta que hagamos un 69 y hacerme correr con la lengua
mientras yo hundo su poya en mi boca. Sabe que a mi no me mola tener su semen en
mi boca y a pesar de que alguna vez fantasea en voz alta con correrse en ella
nunca lo hace y cuando está a punto me avisa y yo me saco su pene de la boca y
le masturbo sobre mis tetas. A mi cuando más me gusta es cuando le tengo dentro.
Pedro tiene mucho aguante y es capaz de estar media hora penetrándome, variando
la velocidad y la posición, a la vez que me masajea los pechos y me pellizca los
pezones o el clítoris. Me gusta especialmente cuando me masturba el clítoris con
su glande, cuando ve que me acerco al orgasmo me penetra a la vez que continúa
masturbándome con los dedos. Cuando los dos explotamos, a menudo al mismo
tiempo, yo siento que estoy en el cielo.

A pesar de ello, a pesar de que para mi Pedro no tiene porque envidiar a nadie
nada cuando se trata de hacerme gemir de placer, nunca me he sincerado con él
respecto a las noches de sexo que Stephen y yo teníamos. Y es que Stephen, a su
manera, es único, y eso es algo que a los hombre no les gusta oir cuando te
refieres a otro. Stephen te abraza como te podría abrazar un oso. No hace
gimnasia ni intenta muscularse, pero es de constitución fuerte, de hombros
cuadrados y pecho poderoso. Entre sus pectorales te sientes a salvo.

Durante aquellas dos semanas de invierno, Stephen y yo hicimos el amor cada día,
a menudo más de una vez. Me desnudaba con cariño y me metía en la cama, después
se desnudaba él y sin darme apenas tiempo a asombrarme por el trozo de carne que
colgaba entre sus piernas se acostaba a mi lado. Entonces comenzaba a darme
besos en la boca, en los ojos, por toda la cara, y bajando por el cuello
recorría mi clavícula con sus labios entreteniéndose en las hendiduras alrededor
del cuello. Después me besaba los pechos y los pezones, sin morderme, con
extrema delicadeza. Tanto cariño tenía inevitablemente el efecto de erizar todo
el vello de mi cuerpo y humedecer mi entrepierna. Cuando me hacía girarme para
ponerme sobre él mirándole a la cara, que era su postura favorita, yo ponía mis
rodillas a ambos lados de su cintura y mi vagina se abría de par en par.
Entonces notaba la punta de su miembro en la entrada de mi cueva y un escalofrío
recorría inevitablemente mi cuerpo. ¿He hablado ya de su pene? Era grande. Largo
y ancho. Pero nunca me dejó tocarlo. Yo tampoco lo intenté y él siempre me
pareció un tanto pudoroso al respecto. Hacer el amor con él no tenía nada
“pornográfico”, ni mamadas, ni enculadas ni nada por el estilo, simplemente
cariño. De su pene tan solo veía su enorme tamaño cuando se metía en la cama y
después notaba como me separaba en dos cuando me penetraba por fin. Mi húmeda
vagina se dilataba al máximo para aceptar el deseado huésped. Su miembro entraba
dentro de mi infinitamente hasta que notaba la punta de su glande contra el
cuello de mi útero. Nunca supe que cantidad de Stephen tenía dentro de mi y
cuánto se quedaba fuera sin poder entrar, pero sospecho que nunca tuve mucho más
de la mitad de su miembro en mi interior y a pesar de eso jamás había vuelto a
sentirme tan “llena”. Evidentemente todo esto nunca fui capaz de explicárselo a
Pedro.

Cuando Stephen me dijo que estaba planeando hacer un viaje a Barcelona fue una
gran alegría. Hacía 3 o 4 años que no nos veíamos y habían pasado muchas cosas.
Pedro y yo llevábamos ya 5 años juntos y acabábamos de comprarnos un piso, yo
había cambiado de trabajo y estaba muy ilusionada con mis nuevos proyectos.
Pedro había sido ascendido y ahora tenía nuevas responsabilidades. Por su parte
Stephen se había casado con una inglesa y ya tenía dos hijos. Teníamos muchas
cosas que explicarnos. Mi marido y yo coincidimos en que lo normal es que se
hospedase en nuestro piso. Teníamos un sofá-cama muy cómodo y nos sentaría bien
tener un huésped en casa.

En el primer momento no caímos en que su visita iba a coincidir con el
aniversario de la muerte de nuestro hijo, pero después nos dimos cuenta que lo
que teníamos que hacer olvidarnos de las malas experiencias. Siempre nos
acordaríamos de Pau, pero de celebrar algo, sería el nacimiento de nuestro nuevo
hijo, un hijo que llevábamos buscando prácticamente un año.

Cuando Stephen llegó todo fue perfecto. Desde el primer momento me sentí como si
no hubieran pasado los últimos 5 años. No parábamos de hablar y discutir igual
que hacíamos cuando estábamos en Londres con nuestros amigos. Pedro nunca se
sintió apartado, ni siquiera cuando Stephen y yo recordábamos los viejos
tiempos. El día que hacía un año de la muerte de Pau era el penúltimo de Stephen
en Barcelona. Decidimos preparar una cena de despedida en casa. Preparamos algo
para picar, una ensalada variada, redondo con patatas, una tarta de manzana y
compramos un buen vino para acompañar.

Pedro y yo teníamos muy presente la fecha que era y a pesar que no era nuestra
intención, durante la cena hubo un momento muy emotivo en el que recordamos lo
duro que había sido el último año. Stephen sacó su faceta más mística y nos
habló de que significaba la muerte para él. Todo de una forma muy cuidada,
intentando no causarnos dolor, sino quitarnos peso de encima. Nos habló de su
madre y sus hermanos, que él también había perdido hacía poco tiempo. De cómo
había vivenciado sus muertes. Nos dijo que creía que la muerte de un hijo no era
algo que debiera pasarle a nadie, pero que si de verdad amabas a alguien que ya
no está le debes recordar con alegría y su pérdida nunca debería ser motivo para
dejar de amar la vida. Pedro y yo asentíamos, incómodos por el recuerdo, pero
reconfortados por la voz de Stephen.

Después de la cena sacamos algunas botellas de mueble-bar y nos acabamos la
tarta de manzana acompañada con un poco de coñac para ellos y licor de manzana
para mi. La conversación cambió varias veces de dirección y tono. Esa noche los
tres filosofamos, discutimos y reímos a pierna suelta. Hacia las tres de la
mañana Pedro dijo que se retiraba, al día siguiente tenía una reunión importante
y debía descansar un poco. Se despidió de Stephen agradeciéndole su visita y
deseándole buen viaje. Antes de irse al dormitorio me dio un beso con una
sonrisa en la boca.

Stephen y yo aún estuvimos cerca de una hora charlando en el dormitorio. La
conversación era más calmada y para no despertar a Pedro a veces hablábamos en
susurros. Aprovechamos para repasar dónde estaban y qué hacían nuestros
compañeros de Erasmus y planear una próxima visita a Londres para conocer a su
familia. Hacia las cuatro de la mañana le dije que yo también me iba a la cama y
que nos veríamos a la mañana siguiente antes de que se marchara al aeropuerto.
Nos despedimos con un “hasta mañana” y yo me fui al dormitorio. Entré
sigilosamente para no despertar a Pedro. Me quité los tejanos, la blusa y el
sujetador, me puse una camiseta vieja que a veces utilizaba como pijama, me metí
en la cama y caí dormida casi instantáneamente.

Cuando me desperté todo estaba oscuro a mi alrededor. Miré al despertador y
comprobé que a penas eran las cinco y media. Sentí ganas de ir al lavabo e
intenté contenerme. Me daba mucha pereza tener que levantarme por la noche. Al
cabo de quizá diez minutos me di por vencida ya que no estaba cómoda con las
ganas de mear que tenía y no podía dormir. Así que aparté la sábana y me levanté
de la cama intentando que el colchón no hiciese ruido. No quería despertar a
Pedro, que necesitaba descansar y aún le quedaba casi una hora y media de sueño
hasta las siete.

También pasé de puntillas por el comedor para no despertar a Stephen, que dormía
en el sofá. Una vez en el lavabo me bajé las braguitas y me senté con un
escalofrío en la fría taza del water. Tenía la vejiga llena debido al vino de la
cena y las tres copas de licor de manzana de después. Me limpié y me levanté de
la taza, tirando de la cadena poco a poco para no hacer mucho ruido y me subí
las braguitas.

Cuando volvía a pasar por el comedor creí oír algo y me quedé quieta. Entonces
volvía a oír como Stephen decía mi nombre. Le respondí y me pidió que me
acercara. Un poco extrañada me acerqué  y le pregunté si estaba todo bien. Me
dijo que sí y me pidió que me sentara a su lado un momento que quería decirme
algo. En la penumbra podía ver su figura estirada a lo largo del sofá, estaba de
lado y con la mano indicaba que me sentara en el centro del sofá a su lado. Nada
mas sentarme sobre la sábana que cubría los cojines me di cuenta de mi
semidesnudez. Llevaba unas braguitas de una pieza, muy cómodas, de corte
brasileño, de esas que dejan los glúteos al aire. Instintivamente tiré de la
tela de la camiseta hacia abajo para cubrirme un poco pero era una camiseta
vieja y pequeña y apenas me cubría las braguitas. Agradecí la oscuridad que
había, de otra manera Stephen, que estaba tumbado con la cabeza apoyada en el
brazo, habría tenido un primer plano de mi entrepierna y de mis pequeñas
braguitas rosas.

Entre susurros comenzó a preguntarme sobre como me había sentido después de la
muerte de Pau, sobre como lo había vivido Pedro, sobre como iba nuestra
relación. Viniendo de otra persona estas preguntas me habrían molestado, pero la
forma de hacerlas de Stephen, la sincera preocupación que se percibía en su voz,
hacía muy difícil a cualquiera negarse a explicarle sus pensamientos más
íntimos, los deseos y los miedos. Así que le expliqué como habían sido aquellos
difíciles momentos de hacía un año, como los habíamos vivido Pedro y yo. La
estrecha relación amorosa que se había creado entre nosotros, aún más profunda
de lo que ya lo era. Me dijo entonces que pensaba que para la madre perder un
hijo debía ser algo muy carnal, como si te quitaran parte del corazón. Me
preguntó como me sentía cuando pensaba en Pau. Buscaba en mi interior, incapaz
de evitar mostrarle el dolor que sentía, no pude evitar que se me humedecieran
los ojos. Mientras intentaba explicarle mi pena las lágrimas empezaron a caer
por mis mejillas y yo me las recogía con la palma de la mano. Stephen, dándose
cuenta de mi llanto en la oscuridad, posó suavemente su mano en mi muslo.

El contacto de su mano en mi piel provocó una explosión en mi interior, un
escalofrío que ahogué con mi llanto para evitar que él se diera cuenta. Pero eso
tan solo provocó que él empezase a acariciar mi muslo para intentar consolarme
con su cálido contacto. Su mano se paseaba entre mi rodilla y mi ingle y a mi
pesar mi cuerpo empezó a reaccionar como lo había hecho 5 años atrás. Noté como
se me erizaba el vello de los brazos y la nuca, como se abrían los poros de mi
piel y en mi entrepierna, la vulva pulsaba al ritmo de los latidos de mi
corazón, apretada contra la fina tela de las braguitas.

Como veía que no me tranquilizaba, aunque la razón no era la que él pensaba, se
incorporó apoyando la espalda en el respaldo del sofá y pasó su mano derecha por
mi espala atrayéndome hacia él para abrazarme. Noté como su mano subía por mi
columna, bajo la corta camiseta y a la altura del sujetador que no llevaba se
paraba y me atraía poderosa hacia él. Instintivamente abrí los brazos y le
abracé mientras hundía mis lágrimas en su cuello. Me apreté fuerte contra él.
Notando su calidez bajo la piel de mis brazos, la consistencia de su cuerpo
contra mi pecho. Solo llevaba puestos unos pantalones de pijama y únicamente mi
camiseta separaba su torso desnudo de mis pechos. A pesar del dolor de la
situación en ese momento lo que más deseaba era quitarme la camiseta y aplastar
mis pechos desnudos contra él. Que me los acariciase y besase como antaño.

Intenté controlar mis sensaciones, estaba en mi casa, con mi marido durmiendo al
otro lado de la pared! Pero cuando el recuerdo de su pene en mi interior me
golpeó, noté como mi vagina se deshacía, abracé con más fuerza a Stephen y
apreté los muslos. No sé que estaba pensando él. Mi reacción podía parecer fuera
de lugar y extraña, pero originalmente venía del recuerdo del dolor por la
muerte de mi hijo, por lo que no sé cómo se atrevió a dar el siguiente paso.
Ante la intensidad de mi abrazo se incorporó un poco más, bajando los pies del
sofá y apoyando la espalda en el respaldo, y extendió su brazo izquierdo a mi
alrededor. Su mano se posó entonces suave pero firme en mi glúteo derecho a la
vez que me elevaba de manera que quedé prácticamente sentada en su regazo.

La intensidad del abrazo, el contacto con su pecho, sus manos sobre mi carne. De
alguna manera los dos sabíamos hacia dónde nos dirigíamos pero al mismo tiempo
ninguno de los dos se atrevía a dar más pasos. Nuestras respectivas situaciones
habían cambiado mucho respecto como eran cinco años atrás. Ya no éramos tan
libres para hacer lo que quisiéramos como entonces. Los dos teníamos relaciones
estables y mucho que perder en un lío como éste. Pero el destino es traidor y un
leve movimiento cambió todo. Tras un minuto abrazados intensamente ninguno de
los dos nos movíamos lo más mínimo pero entonces mi pierna intentó cambiar de
posición de manera independiente de mi cerebro. Fue un movimiento minúsculo y
totalmente inconsciente. Apenas se desplazó un par de milímetros pero esa breve
distancia lo desencadenó todo. Mi muslo entró en contacto con su miembro.
Stephen debía estar haciendo esfuerzos para evitar también la situación. Su pene
estaba tan cerca de mi piel. Pero ese movimiento, ese nuevo contacto, disparó el
resorte de su virilidad. Inmediatamente empecé a notar como su pene crecía bajo
la fina tela del pijama. Como una serpiente serpenteando por mi muslo. Medraba
sin parar, durante un eterno minuto los dos estuvimos congelados notando como su
pene ganaba centímetros sobre mi muslo, hasta que ya no pude aguantar más.

Solté mi brazo izquierdo del abrazo y dirigí mi mano a su entrepierna. Sin
pensarmelo, empezando a enloquecer por la quemazón de mi propia entrepierna,
agarré con fuerza el miembro a través de la tela y la aplaste contra mi pierna.
No estoy segura de si en ese momento me corrí o no, pero la sensación fue muy
cercana. Jamás había cogido el miembro de Stephen con mis manos. Ni de lejos
podía abarcar toda su circunferencia con mi mano. Bajo la piel de mi palma,
entre mis dedos, latía un monstruo enorme y duro, a la vez que notaba su
longitud a lo largo de la extensión de mi muslo.

No sé como pasó todo a continuación. Todo fue muy rápido. Yo me las arreglé para
liberar su pene de los pantalones del pijama, pero él a penas me permitió
tocarlo. Acabó de sentarse en el sofá y con su abrazo me elevó sobre él. Mi
camiseta se elevó por el roce y noté el contacto de la piel de mi vientre con su
pecho. Haciendo alarde de fuerza y habilidad me mantuvo elevada contra él con
una mano mientras con la otra acababa de levantar mi camiseta. Un escalofrío me
recorrió el espinazo cuando su boca atacó directamente a mi pezón izquierdo. Se
entretuvo apenas medio minuto en mis pechos, yo tenía la cabeza tirada hacia
atrás y los ojos cerrados. En ese momento ya había olvidado completamente donde
estaba.

Después de besar mis pechos y mis pezones dirigió su mano a mi entrepierna.
Estoy segura que notó la humedad a través de la tela de las braguitas.
Sabiéndome preparada separó la tela dejando al descubierto los labios de mi
vulva. El roce de sus dedos contra el vello de mi intimidad me elevó de nuevo a
ese estado de casi orgasmo y no pude evitar un ligero gemido. Oí como susurraba
un “shhhh” y ponía la mano sobre mi boca. El olor de mis propios fluidos en sus
dedos tuvo un efecto embriagador.

Entonces empezó a hacerme descender hasta situar la punta de su pene en la
entrada de mi vagina. Mis labios se abrieron automáticamente. Stephen me
sujetaba por la cintura con su brazo derecho y por el cuello con el izquierdo.
Estaba completamente a su merced. Me hizo descender suavemente, introduciendo
milímetro a milímetro su pene en mi vagina. La sensación era indescriptible, la
delicadeza con la que me penetraba tenía el efecto de permitirme notar
perfectamente como las paredes de mi vagina se dilataban, como los pliegos se
estiraban. Notaba su miembro contra cada milímetro cuadrado de mi interior y al
mismo tiempo intuía su enorme volumen.

Tuve el primer orgasmo durante esa primera y suave embestida. Hundí la cara en
su cuello para ahogar el gemido de placer mientras el pene de Stephen ocupaba
completamente mi lubricada caverna y la punta de su glande tocaba la entrada de
mi útero.

Mientras temblaba entre sus brazos volvió a elevarme y a dejarme caer lentamente
sobre su pene una vez y otra. Cada penetración era increíblemente tierna y
duraba quince o veinte segundos. Nuestras respiraciones se acompasaron pero el
ritmo de las embestidas no varió. Yo estaba muy húmeda, pero el pene de Stephen
ocupaba de tal manera mi vagina que sus penetraciones eran completamente
silenciosas, yo notaba que los labios de mi vulva rodeaban completamente al
intruso y las paredes de mi vagina abrazaban su pene. Casi creía notar las venas
que llenaban su falo sobresaliendo del tronco de su pene como raíces de la
tierra.

Estuvimos así cuatro o cinco minutos, en silencio pero sin preocuparnos por si
Pedro nos descubría, yo sentada sobre él y siendo penetrada una y otra vez por
su poderoso miembro. Los dos abrazados, sudando, con mis pechos contra sus
pectorales y su respiración en mi oreja. Stephen únicamente tuvo que modificar
ligeramente el ritmo de las embestidas para que los dos comenzáramos a respirar
con más dificultad, anticipando el orgasmo que venía. Su miembro continuaba
entrando y saliendo sin dificultad de mi interior. En cada acometida su glande
llamaba a la puerta de mi útero para después retirarse. Entonces, en una de sus
embestidas Stephen me soltó. Hasta entonces era él quien controlaba
completamente nuestros movimientos y la cantidad de él mismo que entraba dentro
de mí. Cuando me dejó ir, mi cuerpo cayó sobre su pene, mis pechos resbalaron
sobre su torso sudado. El pene de Stephen entonces entro en mi interior sin nada
que le controlase, sin ningún límite a su invasión. La puerta de mi útero no
resistió la embestida de su glande y éste penetró en lo más profundo de mi ser.
Yo me quedé sin respiración, lo cual fue una suerte de lo contrario mi grito no
solo habría despertado a Pedro sino seguramente a todo el vecindario. Me sentí
completamente repleta de la carne de su pene, empalada en su miembro. La
gravedad actuó hasta que la base de su pene llegó a la entrada de mi vagina y
sus testículos golpearon mi culo. La sensación de que me había roto por dentro
no fue suficiente para evitar que la energía de un rayo recorriera todo mi
cuerpo, desde la punta de los dedos de los pies a las uñas de mis manos arañando
su espalda, recorriendo mi columna vertebral en el más intenso orgasmo que jamás
he tenido. En ese momento, durante ese asombroso orgasmo, noté como su miembro
palpitaba en mi interior y un abrasador calor inundaba mis entrañas.

Tardé lo que me pareció un par de minutos en respirar y algunos más en
deshacerme del agarrotamiento que me invadía. El orgasmo y el calor de su
esperma en mi interior habían calmado el dolor de la última penetración. Durante
esos minutos su pene era como un órgano más de mi cuerpo, palpitante y
completamente mío. Ninguno de los dos dijo nada. Al cabo de unos instantes
conseguí levantarme y desempalarme. En la negrura del comedor tan solo podría
distinguir con claridad el blanco de sus ojos fijos en mi. Le acaricié la
mejilla y me fui al lavabo a lavarme. Sentada en el bidet me limpié el esperma
que corría por mis muslos abajo. La vagina seguía abierta y no parecía querer o
poder cerrarse y cada vez que intentaba levantarme gotas de su semen volvían a
resbalar entre mis piernas. Cuando por fin pareció que mi vagina no escupiría
más esperma de Stephen acabé de limpiarme y dejé las braguitas en el cesto de la
ropa sucia.

Pasé por el comedor de puntillas, sin ni siquiera mirar hacia el sofá. No oí
nada, pero aunque me hubiera llamado no habría ido. Entré en el dormitorio y
sigilosamente abrí el cajón de mi ropa interior y me puse las primeras bragas
que mis manos encontraron antes de meterme en la cama. Tardé mucho en dormirme.
Sentía en mi interior una mezcla de vergüenza y algo más. Quizá miedo. Stephen
se había corrido en mi interior, mucho más adentro de lo que nadie había llegado
nunca. El temor a que me hubiera dejado embarazada no me permitía conciliar el
sueño.

Cuando sonó el despertador yo me hice la dormida mientras Pedro buscaba la ropa
para vestirse antes de salir de la habitación. Al cabo de unos minutos oí la
puerta de casa abrirse y cerrarse. Con un suspiro giré sobre mi misma y ocupé yo
sola toda la cama de matrimonio.

Cuando me desperté eran las 11 de la mañana. Enseguida pensé que era muy tarde,
que Stephen perdería el avión. Pero cuando entré en el comedor el sofá estaba
arreglado, las sábanas dobladas y su maleta había desaparecido. Sobre la mesa
había una sencilla nota: “Muchas gracias por vuestra hospitalidad”.

Dos semanas después el test de embarazo dio positivo. La alegría de Pedro
contrastaba con mi inquietud, sus risas yo las respondía con una sonrisa torcida
o en el mejor de los casos una risa nerviosas. A los tres meses se lo expliqué
todo, destrozada por el remordimiento. En ese momento todo acabó entre nosotros.
Él no fue capaz de superarlo y únicamente la posibilidad de que el hijo que
levaba en mi interior fuera suyo y no de Stephen nos mantuvo juntos hasta de
Joan nació.

El parto de Joan fue a la vez el momento más feliz y más triste de mi vida. Los
médicos me dijeron que había sido niño, fuerte y sano como un toro. Y moreno.
Las enfermeras sonreían mientras me consolaban , pensando que lloraba de
alegría.

Nos separamos un mes después del nacimiento de Joan. Dijimos que quedábamos como
amigos, pero Pedro no podía evitar sentirme rencor y se le notaba. Una de las
últimas veces que quedamos para comentar los detalles del divorcio me dijo que
se sentía como si hubiera perdido dos hijos. Estuve llorando varios días. Lo
único que me sacaba de la tristeza era Joan, que entretenía prácticamente todas
mis horas.

De Stephen no volví a saber más. Sabe que tengo un hijo suyo pero creo que no ha
sido capaz de asumirlo. Conociéndole supongo que por dentro también debe estar
sufriendo, pero se debe a su familia. No le guardo rencor. De Pedro me llegan
noticias de vez en cuando. Cambió de trabajo y vive en Madrid. No se si tiene
pareja. Yo también cambié de trabajo y ahora estoy instalada en una rutina que
me resulta tranquilizadora.

Joan crece y crece. Es un chaval excepcional. Simpático y agradable. Su piel es
morena y dorada y su cuerpo fuerte como el de su padre. Estoy segura de que
causará furor entre las chicas.

FIN

19 de Octubre de 2006